Prumess – Episodio 3
“El sufrimiento no sirve para nada, es mejor buscar el placer y evitar la injuria”
La espera llega a su fin y la extraña voz de la llamada desconocida está por mostrar su rostro. Un coche de color negro se aproxima a mi ubicación, no soy atendida como una dama, por lo que abro la puerta trasera y me siento sin decir una palabra. En la fría atmósfera que se respira dentro del vehículo, dos hombres de mediana edad no distraen la vista de la carretera.
—Espero que no te haya seguido nadie —el copiloto interrumpe el silencio.
—No es fácil seguir mi rastro —respondo con seguridad.
—De momento nunca me has fallado —declara el misterioso hombre mientras me ofrece un sobre—. Aquí tienes las instrucciones, uno de mis hombres te recogerá esta noche y te echará una mano.
—¿Y mi parte? —pregunto sin escrúpulos.
—Cuando acabes el trabajo como de costumbre.
Viles recuerdos de actos deshonrosos me vienen a la mente, no es una simple chica traviesa la que me hospeda. Necia y ruin, la mula de una organización criminal, la coartada perfecta para aquellos que se benefician de sus actos, la marioneta que manejan unos traficantes a su antojo. Se detiene la marcha y salgo del vehículo.

Aunque con otras palabras, la misiva lo dice bien claro, un alijo de droga de un clan rival, me dispongo a robar esta noche. De nuevo desfilan los calificativos, la mano sucia, el chaleco antibalas, el pararrayos de la organización, soy yo.
De camino a la vivienda donde esta joven delincuente habita, intento pensar en las graves consecuencias que conlleva el fracaso de dicha misión, pero, el subconsciente de mi compañera bloquea la entrada a tales pensamientos. Como si algo le impidiese indagar más allá de la simple obtención de beneficios, como si hubiese algo más, algo, que trata de olvidar por alguna razón.
A medida que abro la puerta principal, tiembla el pulso, se tensan los músculos y se entristecen los ojos, ahora comprendo. Todo el sufrimiento hasta ahora inexistente, invade el cuerpo de la intrépida muchacha, que por ende, invade también el mío. No soy nadie para juzgar a los demás por sus actos, ¿acaso llegué a este planeta por mis buenas acciones? Alomejor mi destierro no fue merecido, pero llegados a este punto pienso que fue necesario. ¿Que está bien, y que está mal? A veces la bondad de las personas se ve corrompida por ciertas situaciones insostenibles, sobre todo cuando delante tuya, observas a tu madre moribunda, víctima de una rara enfermedad que ataca al sistema nervioso, a diario postrada en un sillón, sometida a un costoso tratamiento que la mantiene con vida. La línea imaginaria que separa el bien del mal se distorsiona cuando sin más remedio, actuar de la manera más efectiva, es la única salida.
—Patricia, ¿eres tú? —susurra con apenas energía la madre moribunda.
—Soy yo mamá —contengo las lágrimas—. Tomate la medicina antes de cenar.
—Siento ser una carga, no te mereces esto hija.
—No te esfuerces y descansa, debo salir esta noche, volveré por la mañana —la voz tartamudea.
Solo quedan un par de horas para aventurarme al sabotaje, y es de admirar la serenidad que siento en mi interior, esta chica es muy fuerte.
Leves ronquidos me arrebatan una sonrisa, también alguna que otra lágrima, solo cuando es capaz de dormir se olvida del dolor incesante que castiga su cuerpo. Señora injusticia es la que dicta las leyes, reparte el pan entre los menos merecedores y siembra ortigas para aquellos que usan la bondad como moneda de cambio. ¿El mundo al revés? ¿O son los buenos los que avanzan a contracorriente? En todo caso, disfrutar de pocas horas de sueño profundo, es lo que realmente alivia el sufrimiento de esta pobre mujer, deplorable.
Se avecina el momento y mi carruaje espera, pero no para acompañarme a una cena de gala precisamente, por esta razón no me favorece mi atuendo. Durante el camino sobran las palabras, no es necesario intercambiarlas con mi acompañante, el proceso es más que evidente, él espera fuera mientras yo entro a por la droga. Llegamos a nuestro destino, pasamontañas, guantes y respiración diafragmática antes de irrumpir en la casa.

Con la ayuda de mi complice, trepo por las paredes de la vivienda hasta llegar a una ventana, que consigo abrir con cierta técnica. Ya estoy dentro. Lo más complicado ahora es encontrar los fardos, nada fácil si analizamos las grandes dimensiones de la casa y las posibles habitaciones que esta puede tener. Sin una guía a seguir, no me queda otra que abrir puertas al azar, con la esperanza de dar con la correcta lo antes posible. Sigilosamente, procedo con las primeras, aunque sin suerte, cuartos de baño y dormitorios vacíos, mientras el crujido del parquet que recubre el pavimento trata de desvelar mi presencia. Continuo con las siguientes habitaciones.
¡Eureka! Al fin doy con el blaco, cuando escucho el retumbar de unos pasos acercarse, alguien entra en el baño mientras me escondo tras la puerta de la habitación contigua tratando de controlar la respiración para evitar que mi propio aliento me delate. Mi corazón late a mil por hora. Ya no hay marcha atrás, espero a que se disipe el perímetro y comienzo a arrastrar los fardos uno por uno y a lanzarlos por la ventana mientras mi acompañante se encarga de meterlos en el coche. Ya empiezo a sudar la gota gorda y cada paquete transmite la sensación de pesar el doble que el anterior, pero no demoro a pesar del agotamiento y el escozor que provoca el sudor que penetra en mis ojos.
Pero como es de esperar, no todo sale bien y el último paquete me hace pasar una mala jugada al partirse el asa que uso para tirar del peso muerto, haciéndome perder el equilibrio y tropezar contra una cristalera que se rompe en pedazos apenas siento el impacto.
—¿¡Quien anda ahí!? —grita una voz masculina.
Para colmo, el fuerte impacto con la cristalera no solo alerta de mi presencia, si no que el cristal partido, me atraviesa la carne realizando varios cortes en el cuerpo. No hay tiempo que perder, tengo que salir ahora mismo.

“¡Bang!”. A pocos segundos de salir por la ventana, el proyectil de una pistola me alcanza el brazo, pero la adrenalina juega el papel de la anestesia, por lo que apenas siento el dolor. Rápidamente me subo en el coche, donde me espera mi compañero con el motor ya encendido previamente, al escuchar el disparo.
—¡Vamos pisa a fondo! —ordeno desesperada.
En lugar de estar en el asiento trasero del automóvil, parezco estar en un baño de sangre, la herida no deja de chorrear. Uso el pasamontañas a modo de torniquete para tratar de frenar la hemorragia, y a medida que se enfría la herida, va incrementando el dolor de la misma. Paralizada y sin energías, comienzo a perder la sensibilidad de mi cuerpo al mismo tiempo que mis párpados caen al instante.
—Patricia, he de decirte que estoy muy orgullosa de ti, nunca me has abandonado. Pero es el momento de que te abandone yo a ti, por cruel que parezca es lo mas sensato por mi parte, continuar solo haria dificultar tu vida y cortarte las alas. Mereces volar sobre las nubes y yo te estaré observando desde las estrellas. Te quiero. —Resuena una voz femenina en mi cabeza, cuando un fuerte olor a amoniaco me despierta de mi letargo.
El doctor no es otro que uno de los integrantes de la organización, y el quirófano un frívolo taller de mecánica donde desguazan y modifican los coches robados. Me duele mucho el brazo y casi no puedo moverlo.Solo ha pasado una hora desde que recibí el disparo, aun es de noche.
—Por un centímetro la bala no te perfora el húmero —aclara el boss de la organización.
—Dejate de diagnósticos y dame lo que es mio, tengo que irme —digo alterada.
—Admiro tu coraje sobre todo cuando acabas de recibir un tiro.
—El primero y último que recibo por tus ordenes —hago frente.
—Recuerda que esa bala la has recibido por tu madre—frunce el ceño—. Aunque si lo prefieres podría ahorrarte que vuelvas a arriesgarte por ella borrandola del mapa, así que la próxima vez cuida tus palabras niñata.
Ignoro el sermón, cojo el dinero y me dirijo a casa antes de que salga el sol. Un extraño presentimiento recorre mi cuerpo desde que sentí esa voz cuando estaba desmayada.
Perpleja, atónita, caigo al suelo. —¡No, mamá! —exclamo dramáticamente.
Al otro lado de la puerta principal yace el cadáver de la madre de Patricia, tirada en el suelo con un bote de pastillas derramadas sobre la alfombra, todo apunta a que se ha quitado la vida.
¡Ya está bien por hoy, no aguanto tanto sufrimiento!. Sin más preámbulo abandono el cuerpo de Patricia y huyo de la trágica escena que acabo de presenciar. Corro a ojos cerrados, escapo del apartamento, tanto drama me atormenta. La situación me supera, distorsiona mis ideas, portandome a pensar hacer cualquier cosa con tal de eliminar semejante recuerdo de mi mente, incluso, dejarme ser investida, por el primer vehículo que pase.

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